La seguridad: ese tema incómodo

Por Mora López

Desde hace varios años milito en una organización política que supo ser mucho más chica de lo que es ahora. Pasamos por todos los momentos, desde despertarnos muy temprano para ir a “ganar” la esquina y poner mesita, las pegatinas, las actividades medio bizarras para juntar a tres vecinos, la repartida de volantes contando quién era nuestro candidato, la expectativa hermosa de saber que nuestro referente iba a estar en un programa de televisión y entonces mirar esos dos minutos que le daban como si fuera la entrega de los Oscar. Recorrimos varias campañas y nuestras plataformas hablaban de educación, de vivienda, de derechos humanos, de acceso a esto a aquello, pero nunca jamás hablaban de seguridad, ni nuestra plataforma ni la de las orgas compañeras. Hay un nosotrxs de este lado de la grieta que no tiene una voz pública responsable sobre el tema, cuando la cosa aprieta porque se instala el tema en la agenda mediática, entonces quizás podemos decir lo obvio que “seguridad es incluir”.

La realidad es que -y a pesar del uso mediático infame que se le da al tema- cada tanda de meses la sociedad se ve conmovida por un hecho doloroso, reacciona frente a episodios que no suceden en yates de lujos donde están los más ricos del país bailando y fumando habanos, por el contrario reaccionan frente a un espejo concreto en el que mirarse; es el kioskero del barrio, es el pibe yendo a la escuela que lo apuñalan por un celular y cae muerto en la casa de su abuela, es la familia llegando de un asado, y los escenarios son los mismos barrios donde militamos y donde vivimos.  Cada tanto, un espacio del territorio se moviliza, sale a la calle, se harta. Esa gente no es «la derecha rancia», ni esa gente, ni los que salieron a pegarle a la cacerola frente a la supuesta “suelta de presos” son la derecha rancia (aunque a veces la voten).

Mora López es militante política y trabajadora del sistema penal

Debatir seguridad  es debatir el buen vivir en las comunidades, en los territorios que habitamos y que militamos, es la posibilidad de que las mayorías populares dejen de pensar en microseguridad para llegar a sus casas (en el mejor de los casos), que dejen de armar rutinas de búsqueda de familiares en las paradas de colectivos tarde a la noche o no tan tarde, pero lo suficiente para sentir miedo por la vida de un ser querido, de vueltas eternas a la manzana para ver si se puede estacionar el auto, de consejos sobre “qué hacer” porque hay que entregar todo. Todas rutinas naturalizadas que hablan del miedo y vivir con miedo es una cagada. Choque con la realidad: la gente de los barrios populares sí quiere que esté la gendarmería en la esquina de sus casas. Aunque nosotrxs digamos: «yuta mala, muy mala». Debatir seguridad no es proponer espacios de militarización en los barrios. Es mejorar la calidad de vida. Resulta que las orgas compañeras tocamos el tema por lo bajo porque parece que decir esto nos iguala a la derecha, como si estuviéramos debatiendo mejorar la vida de los ricos en el yate.

No son la derecha rancia aunque ese sector político es el que logra capitalizar el miedo a través de debates que van desde cárcel y más cárcel hasta penas duras, más duras y la verdad es que lo logran. De esas discusiones salen las asignaciones presupuestarias y entonces dónde se pone más guita y donde se desfinancia la política pública de inclusión, surge un poder judicial que se pone a tono con el momento y mete prisiones preventivas como si fueran caramelos, incrementando una población carcelaria exhausta, que no resiste más, y, al mismo tiempo, la policía patrulla los barrios de una manera que está muy lejos de ser preventiva sino que se vuelve amenazante. Para quienes bardean y para quienes no. Tiene costos en los cuerpos de miles de compañerxs, y aun así intervenimos en la arena pública sobre este tema diciendo tan poco que parece una vacancia y, se sabe, los vacíos no existen en política, siempre hay alguien que ocupa el espacio. Generar un discurso que no proponga más punitivismo, pero que no deje de empatizar con el hijo del quiosquero que mataron en un robo es el desafío. No podemos seguir pensando espacios de visibilización donde ignoramos el dolor que provoca un hecho violento al pueblo trabajador –no a ricos en yates- y nos dedicamos a teorizar sobre las razones por las que alguien comete un delito, un diálogo entre convencidos que cuando sale a la arena publica se vuelve torpe, y el avance del punitivismo en los últimos años lo demuestra.

La realidad es que la capacidad que tienen los diferentes territorios para alcanzar el buen vivir está en tensión. Podemos irnos a Rosario y ver esa realidad extrema donde el control de la violencia cedido por decisión política a las bandas “narcos” (lo pongo entre comillas porque es un resumen fácil, pero como se dice por ahí “es más complejo”) están dejando poco espacio para los acuerdos comunitarios que siempre existieron.  Esa suerte de violencia “horizontal” en donde mueren quienes están adentro de “la joda” se rompió en los últimos meses cuando empezaron a morir niñxs y bebes: los intocables de siempre ahora ya no lo son.  Podemos, también, no mirar ese extremo y pensar que es una anécdota en el país, y entonces podemos mirar los barrios que caminamos donde mueren nuestros pibes y lxs vecinxs dicen que un poco se lo merecían, podemos ver la explosión de linchamientos y la justicia por mano propia donde el que lo sueña no es el tipo de Nordelta, es el de San Justo.

Foto extraída del blog de la socióloga Laura Etcharren

El delito por cambio generacional y social sufrió modificaciones desde la década de los 90. Si antes el chorro era el que robaba afuera para lograr buenas ganancias que le permitiera hacer la casa para la madre, para la madre del hijo, para la novia y para él, como una suerte de ascenso social, y además tenía el código de no pudrirla jamás en el barrio, ahora son los pibes que pertenecen a estructuras delictivas precarias que  el capitalismo feroz les ofrece el consumo inmediato. Si antes el “viejo chorro” era perfil bajo, ahora los pibes están en las redes con lo recaudado: fotos con colchones llenos de lo que se hicieron en una noche. Si antes los adultos no involucraban a los pibes en sus delitos, ahora los usan de mano de obra. Si antes se cuidaba al barrio, ahora se aspira a ser el terror. La masculinidad de ser proveedor y garante de seguridad dejó lugar a ser consumidor y verdugo (hablo de ellos porque ellas es un tema aparte). Pensar al delito sólo como un fenómeno de desigualdad nos ubica en la premisa de que el “pobre roba”. Ser pibe chorro (también, además del acceso desigual a productos de consumo y derechos) es pertenecer, es estar dentro de algo, es que otros te reconozcan, te alienten a ser más guapo que los guapos, pero también es un lugar en donde te quieren y te nombran, donde hay grupo, alguien que te espera, es la respuesta -“un dialogo torpe” diría Winnicott- con una política que dejó de hablarles o que le habla a adolescentes y jóvenes de hace 20 años. Donde no hay política, esa herramienta organizativa que permite pensar en la transformación y construir identidades, entonces aparecen otros, la vacancia-ya se dijo-no existe.

Sí los adolescentes y los jóvenes pueden ser peligrosos (además de estar en peligro), pueden matar a un pibe entre muchos golpeándolo en la cabeza en una noche en Villa Gesell, pueden hacer violaciones grupales, pueden robar y lastimar, pueden ejercer dolor en el cuerpo del otrx. Quizás la primera acción sea dejar de romantizarlos y de poner sobre sus espaldas bondades que no quieren, que no tienen por qué tener y que no son más que un deseo que tenemos para que sea legitimo defenderlos. Porque militar derechos no se trata de buenos o malos, quizás sea hora de escucharlos y poder estar, como mundo adulto, escuchando qué les pasa, qué roban y por qué cagan a trompadas a alguien de la clase trabajadora, quizás sea hora de empezar a cohesionar un discurso que sea ético fuera de la escucha boba, donde poder centrar la solidaridad y el buen vivir con lxs otrxs como lema, poner palabra sobre que hay eventos espantosos aunque sean realizados por adolescentes y jóvenes pobres, productores de toda nuestra romantización (y no lo digo en modo despectivo, a veces es solo una cuestión de expectativas). Habitar discursos de la ética es hablar desde la política.

Los jóvenes y adolescentes pueden ser peligrosos, si por eso se comprende «la capacidad de hacer daño»; están en peligro, lo cual no quiere decir, bajo ningún punto de vista, que estemos en la misma situación que los países de Centro América donde las pandillas se auto-regulan (la mara calle 13 tiene ese número de segundos de golpiza para el bautismo y la salva trucha calle 18 ese número de segundos para lo mismo) y donde todos los conflictos, incluso los amorosos, se dirimen dentro de un estricto control de las pandillas. Todavía estamos lejos de eso, y por lo tanto me resulta impensable que exista la propuesta de bajar la edad de punibilidad bajo el supuesto de que todo se resuelva con más políticas de represión. No tenemos una conflictividad de pandillas, pero tenemos territorios en tensión.

Nos debemos un debate profundo hacia el interior de nuestras organizaciones que pueda conmoverse con los episodios de violencia, que pueda sostener sus principios sin la necesidad de hacer sólo análisis sociológicos que son muy necesarios, pero que no llegan. Hay que pensar respuestas que interpelen y no alcanza con la justificación de que la “sociedad se fue a la derecha” porque, ya lo dije, no son escenas en yates de ricos. Una discusión sobre cuáles son las bases éticas de la política en la que creemos y con las cuales vamos  a salir hablarles a esos que están en los márgenes,  una determinación de hablar sobre el delito y con quienes los cometen. Una propuesta sobre una comunidad organizada que no puede seguir dando respuestas fragmentadas hasta las cuatro de la tarde, porque los pibes están en las esquinas desde las cinco y porque no llegan a la carpa interministerial, y para ir a buscarlos hay que poner guita, gente que ponga cuerpo y que no puede dejar de pensar cuál es el rol de las fuerzas de seguridad en los territorios,  que tiene que poder discutirlo con ellos. Salvo que tengamos como plan para tomar el poder y suspender la acción de las fuerzas. Una mirada integral que permita descender la vulnerabilidad penal, porque para evitar que ese dialogo entre el Estado represivo y los pibes (que va desde la complicidad hasta los apremios ilegales) hay que poder estar de manera creativa con respuestas interseccionales que los mire de manera amorosa pero no romantizada, siempre creyendo en sus potencias poniendo a la política para debatir identidades, porque ahí donde hay un pibe chorro tenemos que poner comunidad.

Los territorios están en tensión.

O hacemos «comunidad organizada» o los fragmentos de comunidad se organizan punitivamente.  

Buenos Aires, 26 de Junio de 2022

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