¿A qué se llama cancelar?

Por Gabriel Muro

La denuncia retrospectiva arrojada sobre la memoria de Foucault por Guy Sorman vuelve a alertar sobre las consecuencias ruinosas de la llamada cultura de la cancelación. Basta con que cualquiera eche a andar una denuncia, sin prueba alguna, para suscitar la condena en red. Pero, ¿es la cultura de la cancelación una cultura? Ciertamente, no es una contracultura. Antes bien, parece tratarse de un rechazo moralista, o muchas veces meramente oportunista, de la cultura. La cultura de la cancelación se invierte fácilmente en cancelación de la cultura. Pero como explicó el propio Foucault, toda cultura puede definirse por las demarcaciones que instaura, prohibiendo ciertos actos y permitiendo otros. No obstante, en el acto mismo de prohibir, toda cultura abre la posibilidad de traspasar los límites impuestos, lo que Foucault llamó “sistema de la transgresión”.

Así como a partir del siglo XIX la demarcación cultural fundamental adoptó la dicotomía de lo normal y lo patológico, durante el siglo XVI, el crimen, la desviación y la locura se asociaban con una intervención y una posesión demoníacas. De hecho, la imagen de Foucault escabulléndose por las noches en un cementerio tunecino para tener sexo pago con menores recuerda una suerte de “misa negra” en clave colonialista. No es difícil ver aquí un antiquísimo prejuicio contra los homosexuales y los filósofos como corruptores de jóvenes, así como un renacimiento de la demonología. Lxs cultorxs de la cultura de la cancelación (término -cuándo no- importado de EEUU, donde la caza de brujas dejó una fuertísima huella), como los demonólogos frente a Satán, ven en el mal a cancelar un fantasma deslizándose en todas las direcciones. Nuevamente, lo demoníaco se ha vuelto una sombra que no da descanso a los inquisidores. Como la Bestia Inmunda, lo cancelable se manifiesta a la manera de una entidad maléfica que confunde, seduce y juega con las apariencias, arrastrando a los incautos hacia el pecado.

Pero a diferencia de la inquisición, la cultura de la cancelación no tortura ni quema a los acusados, en todo caso tiende a quemar libros y bibliotecas enteras, pero fundamentalmente busca cancelarlos, término que denota un procedimiento técnico o tecnocrático, de raigambre informática, como cuando la computadora nos da la opción binaria de aceptar o cancelar una operación. Se busca que aquel que es cancelado sea enviado al desierto de la invisibilidad. No sin previamente exponer sus supuestos crímenes y pecados ante el ojo público, hacerle una marca, grabar sobre su imagen el sello imborrable de la deshonra. Antes, incluso mucho antes, de que los tribunales se expidan.

Significativamente, fue el propio Foucault el que lo expresó con inigualable claridad, cuando explicaba qué es lo que lo atrajo de “la vida de los hombres infames”, aquellas historias ínfimas de alborotadores olvidados, resumidas en pocas líneas a través de archivos policiales de los siglos XVII y XVIII. Al resumir en unas pocas frases condenatorias las vidas de esos borrachos, libertinos y facinerosos franceses, de los que no quedó otro recuerdo que los informes judiciales y las “lettres de cachet”, estos informes producían el efecto de “apagar” aquellas existencias turbulentas: “del mismo modo que se ahoga un grito, se apaga un fuego o se acaba con un animal”. Acaso lo mismo podríamos decir hoy acerca de la cancelación y del revisionismo moralista. Tanto afán por cancelar, del que muchxs buscan extraer beneficios materiales, terminará dejando un espacio gélido, acaso un rigor mortis, apagado de todos los fuegos, de todos los gritos, de toda las animalidades, de todos los fervores, excepto el fervor de denunciar y así engrosar las espesas redes del poder.

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